21 mayo 2005

La tormenta que no cesa



Arañado su rostro por las ráfagas huracanadas del salitre, divisando el inmenso oleaje estrellándose contra el dique del faro; inexpugnable en su inmensidad el océano levanta brazos agitados que golpean sañudamente la torre guía espumando sus terrazas y nebulando los haces de luz mientras vilipendian la embarcación como frágil hoja que mece el viento de otoño, a merced de la iracunda tempestad. Pero el viejo marinero, iniciado en las furias de los elementos —éstas son la prueba del tesón y la fortaleza de espíritu—, yergue su pecho y sujeta aún con más fuerza las amarras haciendo de su inquietud combustible para su infrenable trabajo en la lucha, no contra el invulnerable océano, sino contra el desaliento y la capitulación. ¡Tu inmensidad, tu imponencia, tu invulnerabilidad, no es la negación de mi mesurada intención ni el freno de mi objetivo, sino aquéllo que lo hace valioso en mi lucha por obtenerlo! Es entonces cuando el bravo océano acrisola la insignificancia del individuo con el tesón certero —la infranqueable voluntad— y de ello nace el imbatible potencial humano ante la adversidad.

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Huyo del mal que me enoja
buscando el bien que me falta.
Más que las penas que tengo
me duelen las esperanzas.

Tempestades de deseos
contra los muros del alba
rompen sus olas. Me ciegan
los tumultos que levantan.

Nido en el mar. Cuna a flote.
La flor que lucha en el agua
me sostiene mar adentro
y mar afuera me lanza.

Cierro los ojos y miro
el tiempo interior que canta.

Cerrando los Ojos,
Manuel Altolaguirre